El pasado siempre vuelve

Por Sergio Vargas

Viendo los primeros minutos de Caché podría parecer que el director Michael Haneke se ha salido de su registro habitual y que su noveno largometraje es un suspense sin pretensiones, un divertimento en la línea de Brian de Palma, con esas cámaras de vídeo que engañan al espectador casi tanto como desconciertan al protagonista, del mismo modo que podría parecer que las imágenes con las que comienza el filme no son a su vez imágenes filmadas dentro de la propia filmación que están siendo visionadas por la familia Laurent. Y sin embargo, nos equivocaríamos en ambos casos. Tratándose del director austriaco, que desde su primera película El séptimo continente no se ha dedicado a otra cosa que a diseccionar las múltiples miserias de la sociedad en que nos ha tocado vivir, mostrándonos su lado más oscuro, el que muchos se niegan a ver a pesar de que lo tenemos haciéndonos compañía cada día, no era posible que Caché se tratase únicamente de un vacuo entretenimiento. Haneke es un autor en toda regla de esos que siempre hacen la misma película. Cada una de sus obras es una nueva radiografía que, señalando la irreversible expansión del tumor, confirma la enfermedad terminal de la raza humana. Y una vez más el creador de 71 fragmentos de una cronología al azar convierte la violencia contenida en una de sus mejores armas. Violencia contenida que a veces pierde momentáneamente su contención estallando como una vejiga repleta de cerveza, con imágenes nunca agradables pero que en el fondo atraen nuestra mirada como lo hace un cadáver abrazado al arcén.
Esta vez (como en El séptimo continente, como en Funny Games) vuelve a centrarse en una idílica familia (aunque no austriaca sino francesa) de clase media tirando a alta que no tardará en encontrarse en problemas. Él (Daniel Auteuil), es una especie de Sánchez Dragó con su tertulia televisiva incluida, ella (Juliette Binoche), dedica su tiempo a la traducción de novelas y por supuesto hay un niño (es lo que tienen Haneke y Spielberg, aunque los de uno suelen salir peor parados que los del otro), Pierrot, que canaliza el exceso de energía que les es propio a los de su edad en la natación. La premisa argumental nos retrotrae inmediatamente a Carretera perdida (el apellido de los protagonistas no parece casual): la familia recibe unas cintas de vídeo en las que se ve su portal desde el exterior. Parecen advertirles que están siendo vigilados. Más tarde postales y extraños dibujos con personas y animales sangrando convierten la broma en demasiado macabra como para tratarse de una mera broma. Y mientras sigue escondido el que envía tales "regalos", comienza a salir de su escondite el pasado que Georges había olvidado mucho tiempo atrás.
A veces se entierra profundamente en la memoria aquello de lo que uno se siente arrepentido o avergonzado. Pero aún peor es enterrar aquello de lo que uno se siente culpable, y precisamente eso es lo que hizo Georges cuando sólo era un niño. Olvidó rápidamente lo que había hecho mal, lo apartó de su mente hasta que simplemente desapareció. Nunca estuvo allí. Sin embargo estaba escondido. Y a veces ocurre que las sombras del pasado vienen a enturbiar el presente. Haneke construye un suspense admirable y digno de considerarse tal, pero a medida que las cintas van acercando al protagonista a su pasado, movidos por el peso de la culpabilidad comienzan a tambalearse los pilares de su familia y la confianza y el amor se tornan en desconfianza, temor y celos, y es aquí donde comienza a aparecer el Haneke al que estamos más acostumbrados. La tensa secuencia de la persecución a la que se ve sometido Georges por el hijo (Walid Afkir) de Majid, o aquella en que el propio Majid (Maurice Bénichou) cita a Georges en el piso, donde observamos todo desde un difícilmente soportable plano fijo tomado por una de las videocámaras del delito, son claras muestras de esa violencia contenida a la que me refería en un principio. A veces estalla y otras no, pero en ambos casos al espectador le queda una amarga sensación de incomodidad, manteniéndolo en continua tensión esperando que pase cualquier cosa, y nunca precisamente buena.
De nuevo, con la impecable técnica que le caracteriza, el pulso quirúrgico del director se balancea entre trabajados planos secuencia o miradas fijas que dejan transcurrir la acción sin ningún tipo de efectos de montaje (y es que el mejor montaje es el que pasa desapercibido), y sin embargo, encuentra además hueco para los mandos a distancia, aquellos que desquiciaron a más de uno en la perturbadora (¿acaso hay alguna de sus películas que no lo sea?) Funny Games, aunque esta vez no del modo demiúrgico en que lo utilizó en aquella, sino como parte del juego de espejos que plantea entre la realidad y la realidad filmada que se puede revisar, pero que hasta que no se revisa, al espectador se le muestra como si fuese lo que está ocurriendo en ese preciso instante.
Haneke se permite un final desconcertantemente abierto, del mismo modo que lo era el de La pianista, no resuelve el misterio ni falta que le hace, porque no se trataba de lo más importante de la historia. Quien envía las cintas o quien deja de hacerlo es su MacGuffin. En lugar de complacernos con un final explícito y cómodamente resuelto, lo que busca el director es precisamente lo contrario, otorgándonos un plano fijo que centra su atención en la escuela, y a partir de ahí, que el espectador reflexione. Después de todo, probablemente se le ocurran algunas cosas en que pensar bastante más importantes que descubrir al "asesino".


fuente: http://www.miradas.net/

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