Por Gonzalo G. Velasco
Basta con un mínimo sentido crítico y un breve vistazo alrededor para que cualquier persona se dé cuenta de que si algo necesita urgentemente este mundo nuestro es una reivindicación taxativa y a ultranza de la fantasía. Por ello, tiene su guasa que los principales adalides cinematográficos de la imaginación, entendida como una necesidad catártica, insistan en recurrir a una fórmula tan poco imaginativa como la de mezclar niños y realidades paralelas en sus historias para entronizarla.
Dentro de esta tendencia, podríamos distinguir dos grupos de películas: las que postulan una fantasía representada por un mundo al margen hacia el cual evadirse, un refugio irreal, utópico, replegado sobre si mismo y, en consecuencia, con una función narcoléptica y alienante implícita muy similar a la que los intelectuales más carpetovetónicos ven en la televisión; y las que se esfuerzan por integrar esa fantasía dentro de la realidad cotidiana ofreciendo de este modo una visión de lo fantástico no sólo más creativa, sino más liberadora. El Laberinto del Fauno, la nueva película del mexicano Guillermo del Toro pertenece felizmente a esta segunda categoría, muy lejos del conservadurismo ramplón, anodino, e incluso peligroso para la salud mental de las nuevas generaciones, de productos como Las Crónicas de Narnia o Harry Potter.
La fantasía de Del Toro es una fantasía que, al igual que la de Alicia en el País de las Maravillas o los cuentos de los Hermanos Grimm, no renuncia a la inclusión de la crueldad. Y lo mejor de todo: se permite el lujo de poetizarla. Así, en esta pieza de apabullante belleza formal, surgen imágenes tan hermosas y al mismo tiempo perturbadoras como la del humanoide con ojos en las manos que devora salvajemente a unas hadas a su vez carnívoras, o la de la raíz de mandrágora-bebé ardiendo en las llamas de un fuego implacable entre gritos de dolor.
Sólo por el empaque visual de estas escenas y, en general, de todas las que transcurren en el mundo imaginario de la protagonista (una excelente Ivana Baquero), la película ya merece la pena, pero es que el otro lado de la moneda, la realidad de la España inmediatamente posterior a la guerra civil, no se limita a ejercer de contraste, sino de reflejo, de vaso comunicante, de un mismo horror. En realidad, de un horror mucho peor al que Sergi López presta su rostro para, en un ejercicio de virtuosismo pocas veces visto en un actor español, extraer oro puro de un personaje deliberadamente maniqueo y unidimensional inspirado en los ogros de los cuentos de hadas. Porque en el fondo, lo que trata de decirnos del Toro tiene muy poco que ver con el análisis histórico o con leones, brujas y armarios y mucho con el Shyamalan de La Joven del Agua, para quien la ficción también desempeñaba el paradójico papel de dotar de sentido a una realidad que ignora estar sometida a sus leyes.
fuente. http://www.diariosigloxxi.com/texto-diario/mostrar/17200
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